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EZQUIOGA [EZKIOGA: LAS APARICIONES]

El testimonio del irlandés Starkie.

Tres son los rasgos característicos más notables del fenómeno y sus protagonistas:

1. La predominancia del elemento campesino rural entre los videntes.

2. La exclusividad de la utilización del euskara como medio de comunicación con lo sobrenatural.

3. La insistente y machacona alusión a una guerra inminente -Gerrarik ez, ama, gerrarik ez- en pleno 1931.

Starkie, hispanista católico que recorrió la zona en el momento de máximo apogeo de las visiones, nos dejó en su delicioso Spanish Raggle Taggle un capítulo extenso dedicado a los testimonios que recogiera. He aquí los principales extractos:

Conforme avanzábamos por el camino me hizo una terrible descripción de los excesos cometidos por las fuerzas revolucionarias en otras partes de España pero asegurando depositar toda su fe en los vascos. Las provincias vascongadas y Navarra se alzarían, en su opinión, antes de poco, en defensa de su religión. En mi fuero interno me convencí completamente de que sin duda estaba utilizando a las apariciones de Ezquioga como una palanca política. También me contó con verdadero júbilo que en Madrid el Gobierno estaba muy preocupado por la ola de misticismo que había inundado al pueblo de esta parte de España, y que se rumoreaba que, incluso el famoso Dr. Marañón, uno de los hombres importantes de la revolución, había venido a Ezquioga disfrazado, a fin de verificar el efecto de las apariciones sobre el pueblo. "Ezquioga es un símbolo en España hoy" dijo: "por más que el Gobierno llame a esto alucinaciones, oscurantismo o lo que quiera, Nuestra Señora se aparece a fin de inspirar en el pueblo la defensa de su religión. Y le aseguro que, en muchos casos, se está apareciendo con una espada chorreando sangre en sus manos"... (pp. 124-125).

Añoraba las batallas y observé de qué forma las ventanillas de su nariz se dilataban como las de un caballo de guerra cuando describía cómo la guerra civil podía estallar en pocas semanas teniendo como líderes de las reivindicaciones de la Iglesia de Roma a los vascos... (p. 125). Nos aproximamos a los cuatro árboles donde Nuestra Señora se apareció por primera vez a los dos niños. El escenario me recordó el área devastada por la guerra en Francia durante la Gran Guerra. Pese a que todos los alrededores -campos, árboles y montes circundantes- eran tan verdes como Irlanda, la colina sagrada estaba desolada y desnuda de toda vegetación. La tierra estaba revuelta por los pies de miles de peregrinos y los cuatro esbeltos árboles habían sido despojados de todas sus hojas y sus cortezas arrancadas por los cazadores de "souvenirs". Los cuatro árboles ofrecían un aspecto patético en su desnudez, como los restos y supervivientes de una guerra terrible. Sentados cerca de los árboles vimos cómo campesinas vestidas de negro iban y venían continuamente hacia ellos y se arrodillaban para rezar algo, besando uno de los troncos antes de volver... (pp. 125-126).

Una mujer me dijo que los cuatro árboles habían sido enviados por Dios como un símbolo, ya que representaban las cuatro provincias del Reino vasco: Guipúzcoa, Navarra, Alava y Vizcaya... (p. 126).

Conforme comenzaba a subir, los últimos rayos de sol doraban las montañas. Había una extraordinaria concentración de gente. Vi toda clase de tipos: había jóvenes y viejos, feos y hermosos aristócratas y campesinos, ricos y pobres. Vi un buen contingente de inválidos; cerca de mi había un paralítico que había sido transportado a los pies de la colina por sus parientes que ahora ayudaban al pobre hombre a ascender el camino que había intentado subir a tientas. Había un ejército de ciegos con largos palos en sus manos, algunos de ellos escoltados por lazarillos que guiaban sus pasos, otros solos, tropezando y gimiendo mientras se agarraban a las rocas para dar firmeza a sus vacilantes pas s. Un ciego tenia un perro que, atado con una correa, le guiaba. Había una buena porción de lisiados con muletas esforzándose, con energía sobrehumana, por subir a la cumbre de la colina. Cerca de mí subía una anciana de gruesa complexión que se había quitado zapatos y medias ya que, según me dijo, había hecho voto de subir a la colina todas las noches descalza. ¡Pobre mujer! Su rostro apopléjico enrojecía cada segundo, sus manos blancas y blandas agarraban un diminuto paraguas para sostenerse, y su pecho abombado se agitaba con el esfuerzo. La ayudé parte del camino hasta un árbol contra el que se recostó para tomar aliento. Toda la cocina y sus alrededores se veían negros de gente situada en apretadas filas. Aquí y allí se veían viejas vendiendo caramelos y galletas antes de que comenzaran las oraciones (...) Era una hermosa noche y todas las montañas de los alrededores se veían claramente recortadas contra el cielo azul oscuro: se alzó la luna y las estrellas parpadearon entre los árboles. Cuando miré detrás de los cuatro árboles, pude ver el huerto al sacerdote y a los monaguillos con sus ves timentas blancas. Repentinamente cesó todo el murmullo de voces y pude oir la voz resonante del cura que comenzaba las oraciones empezando por el rosario. Estas eran en vasco y la multitud contestaba de la misma forma que un coro poderoso responde a un solo de voz. La lengua vasca tiene una resonancia áspera y bárbara: es lengua varonil y no tiene nada de la dulzura del gallego o del portugués. Gradualmente, conforme oía las palabras "Santa María, madre de Dios..:" repetidas una y otra vez con un curioso acento marcado, su monotonía me hipnotizó dándome sueño pese a mi posición intensamente incómoda, ya que estaba arrodillado en una raíz y cada pocos segundos alguien me movía de la posición y me hacía caer sobre mi cara. La gente que me rodeaba era muy devota, especialmente las mujeres, y recitaba las oraciones con toda la rapidez de que era capaz mirando alrededor con frecuencia como si Nuestra Señora pudiera descender sobre la gente en cualquier momento. Después del rosario hubo un silencio durante unos pocos momentos -uno de esos imponentes silencios que anuncian la cercanía de un momento de crisis- y entonces vino la letanía a la Santísima Virgen que había de se recitada con los brazos extendidos en forma de cruz. Tuve que desistir en el intento de hacerlo también yo, ya que mi posición era demasiado inconfortable. Sentí vergüenza, ya que todos los viejos y lisiados de mi derredor estaban con los brazos completamente extendidos. La letanía, en contraposición al rosario, fue rezada en latín y desde su mismo comienzo sentí la curiosa sensación de ver crecer la excitación colectiva. El aire se había hecho bochornoso; en lo alto de los árboles, frente a mi, vi una nube blanca y tenue. "Rosa mística, Turris Davídica, Turris eburnea, Domus Aurea" resonaba en la vasta bóveda tachonada de estrellas. Sentí que la excitación devota de los miles y miles de personas que me rodeaban me envolvía y elevaba el alma de mi cuerpo. De repente oí un grito que atravesó el ritmo zumbante de la letanía. Todos los que estaban de rodillas cerca de mí se levantaron y miraron a su alrededor. Muchos se avalanzaron hacia el sitio de donde provenía el sonido y se arracimaron sobre la masa arrodillada. Entonces resonó otro grito y la palabra Ama, ama, ama repetida una y otra vez espasmódicamente. Era una joven que había visto a Nuestra Señora. El gentio se apretujaba alrededor y repentinamente la vi llevada sobre los hombros de cinco hombres y transportada colina abajo como si fuera un cadáver. Entonces me sentí nuevamente consciente del inexorable subir y bajar de la letanía y en ese momento escuché una voz aguda, a mi izquierda, entre los árboles. Era la voz de una niña dirigiéndose a la Virgen. A ratos la voz continuaba en una nota alta y la niña lloraba implorando el favor de Nuestra Señora. Todos los que me rodeaban aceleraron sus contestaciones a la letanía para poder escuchar la vocecilla Viste y angustiada. La niña estaba viendo la visión de Nuestra Señora; no intercedía para sí misma sino que rezaba para que la vista y el oído fueran dados a su padre ciego y sordo que estaba a su lado. La apasionada súplica, conmovedora porque surgía de la más pura fe y expresaba la intensa ansiedad de la niña por la presencia de la todopoderosa Madre que iba a traer consuelo para su mundo. Todo el mundo. tanto los rudos hombres del campo como los más tímidos niños, ansiaba que la gran Madre apareciera en el cielo en una hermosa visión a modo de "Dolorosa" vestida de negro y blanco, con su rostro blanco y radiante y un cúmulo de estrellas brillando en su cabello. (...) (pp. 130e 133).

Mientras tanto, la letanía había cesado y alguno de los peregrinos cantaba himnos. La luna había desaparecido detrás de una nube y en la distancia, en lo alto, vi las antorchas de los curas y de los monaguillos. De repente hubo una conmoción entre la gente que me rodeaba y oí que murmuraban: "aquí está el chico de Ataun". Venia rodeado de una escolta de cuatro jóvenes vestidos de negro, dos a cada lado y dos por delante, portando antorchas encendidas. Detrás le seguía una gran masa de gente que pugnaba por mantenerse al lado de él y empujaba a la multitud que permanecía arrodillada en el camino. El mismo "Chico" no percibía nada; miraba a lo alto hacia el cielo y alrededor ansiosamente y luego murmuró con voz gruesa: No veo nada. Por un momento se paró y rezó, y luego se encaminó hacia otro lugar. Todos los que le rodeaban empezaron a rezar en voz alta; repentinamente, cayó sobre sus rodillas y permaneció inmóvil durante un largo rato. Luego empezó a gritar las palabras Ama, ama ama y cayó hacia atrás en los brazos de los dos hombres que iban a su lado. Su rostro era color cera y su boca permanecía medio abierta como alguien que está a punto de morir. A pesar de que parecía completamente inconsciente, sus ojos permanecían abiertos y fijos. Durante gran tiempo se mantuvo sin movimiento, en los brazos de sus dos compañeros, y de repente, como impulsado por una fuerza sobrehumana, se alzó en el aire y murmuró algunas palabras antes de caer nuevamente hacia atrás. El trance duró, en su totalidad, unos tres cuartos de hora y entonces fue llevado, aún inconsciente, colina abajo, a la casa del viejo Simón, siendo colocado en la cama, en la habitación en la que el cura y el médico estaban esperando. Con gran dificultad me las arreglé para permanecer cerca de los cuatro jóvenes portadores y los acompañé en la habitación. Sobre la cama, Francisco Goicoechea parecía muerto. La palidez de su cara, su boca entreabierta, su marcada nariz y hundidas mejillas engañarían a cualquier observador ordinario; pero, sus ojos abiertos, a punto de saltar de sus órbitas, denotaban una vitalidad salvaje. El médico que estaba de pie a su lado en mangas de camisa, me dijo que su pulso era completamente normal durante estos trances y su respiración regular, prueba de que no experimentaba ninguna alucinación o experiencia cataléptica. Cuando recobró el conocimiento, empezó a hablar con una voz profunda y baja, medio en español medio en vasco, e hizo un relato de su visión. Nuestra Señora le había hablado durant mucho tiempo y le había dicho muchas cosas que no les iba a revelar entonces sino en el futuro. Estaba rodeada -dijo- por 25 ángeles vestidos de blanco y azul con espadas desenvainadas. Cerca de ella, estaba San Miguel Arcángel ofreciéndole una gran espada chorreando sangre. Nuestra Señora, que iba vestida de "Dolorosa", limpiaba la sangre de la espada con un paño blanco. Me dijo -explicó Francisco Goicoechea- que iba a haber una Guerra Civil en el País Vasco entre católicos y no católicos. Al final los católicos, tras sufrir severas pérdidas en bienes y hombres, triunfarían con la ayuda de los 15 ángeles de Nuestra Señora. A las 11,30 todos nosotros cenábamos en el gran comedor y Francisco Goicoechea se sentó en el extremo de la mesa rodeado de su escolta de hombres austeros vestidos de negro, miembros fervientes de la Acción Católica... (pp. 134-136).

Un importante miembro de Acción Católica me dijo que cualquier día se alzarían las provincias vascongadas y Navarra contra la República en defensa de la religión (...) (p. 137).

El rosario había empezado antes de que hubiéramos podido arreglárnoslas para ascender la cuarta parte del camino. Dolores, que se bamboleaba, resbalaba y caía contra mí, repetía en murmullo sus avemarías, interrumpidas con exclamaciones: "Jesús mío, no llegaremos a tiempo. Madre mía ten piedad de mí". Al final, cuando llevábamos medio camin recorrido, comenzó la letanía y pensé que lo mejor era parar. Me hallaba preparando algunos periódicos para que pudiera arrodillarse sobre ellos, cuando lanzó un sonoro grito en éxtasis: La veo, la veo: Madre mía te veo. Se había puesto de pie; su rostro estaba profundamente pálido y sus ojos estaban extraviados como los de una loca. Continuó hablando sola con voz apasionada. A todo esto una densa multitud se había aglomerado alrededor de nosotros tratando de ver a Dolores. Ella proseguía hablando en tono cada vez más excitado: Virgen, Virgen, díme lo que quieres que haga; lo haré todo, todo ¡No me Importa morir! ¡Quisiera morir ahora mismo! A la vez que hablaba yo sostenía su cuerpo hacia arriba ya que daba la impresión que, de un momento a otro, iba a desplomarse en mis brazos.. De repente estuve a punto de soltarla aterrorizado cuando una figura alta y flaca apareció ante nosotros con un trapo negro en sus manos. La figura se inclinó sobre la muchacha y echó un velo negro sobre su rostro diciendo: ¡No es verdad!, ¿puede verla ahora? Era un alto fraile trajeado de negra sotana, con la pálida y cadavérica expresión de un inquisidor. Mientras permaneció amenazante con el velo negro hubo un silencio y apenas se oían en la distancia las preces y contestaciones de la letanía. La voz de la muchacha vaciló durante un segundo y al cabo del cual restalló otra vez con tono agudo: Sí que es verdad la veo, la veo, la veo. Entonces el fraile desapareció en la negra masa de la humanidad que nos rodeaba. Dolores comenzó a llorar desesperadamente conforme describía para si la visión que estaba contemplando: ¡Ah! Bendita Virgen mía, ¿por qué tu cara está tan triste, por qué vas vestida de Dolorosa en blanco y negro? No me dejes, te alejas en la luz resplandeciente, alza tu mano y bendice a la multitud. Entonces ella comenzó a rezar en alta voz a la Virgen pidiéndole que salvara España y la preservara para Cristo y su santa Iglesia. Desde el comienzo de la visión de Dolores había sentido que me hundía gradualmente, cada segundo un poco más, bajo el dominio de su emoción. Olvidé todo lo que sabía sobre ella bajo la sensación del terror que había despertado en mí. Mi lógica cotidiana me abandonó y experimenté un miedo irracional a que una repentina llamarada de luz pudiera surgir sobre mí y matarme por medio de su brillo. Tenía miedo a mirar hacia lo alto del cielo, sobre la colina oscura por no ver la visión. Cuando por fin miré hacia arriba, por un segundo el cielo me pareció abrirse lentamente, como desgarrándose en dos partes, y que aparecía una extraña luz. Si hubiera mirado con insistencia hacia la extraña luz hubiera descubierto un rostro... una visión. Por un segundo, sólo por un segundo, me sentí barrido por su fuerza, pero, entonces, a través de mi sueño, escuché las agudas palabras de la chica. Me dí cuenta de que sostenía su cuerpo frágil en mis brazos. Pude sentir el esfuerzo que la tensaba; a cada momento una poderosa sacudida parecía atravesarla haciéndola temblar y galvanizando su energía y entonces se revolvía en mis brazos y trataba de lanzarse hacia adelante. Al final se desplomó hacia atrás, exánime, y cuando miré su rostro, mojado por las lágrimas, me di cuenta de que estaba inconsciente. Con la ayuda de otros dos hombres la transporté colina abajo, tarea poco fácil, ya que multitud de personas nos atosigaron intentando ver a Dolores; en la distancia se oía el meláncolico himno a modo de música fúnebre para la muchacha que trasladábamos. Cuando llegamos a la casa, encontré al médico en mangas de camisa esperando y a un cura inmóvil al lado de la cama. -¡Ah, he aquí a la chica de Tolosa otra vez!, exclamó el médico cuando extendimos a Dolores sobre el lecho. Sacó entonces su estetoscopio y se preparó a examinarla. Una gran multitud nos había seguido hasta dentro de la habitación y permanecía alrededor de la cama. Había un silencio mortal, ya que todo el mundo quería oír lo que la muchacha contara al recobrar el conocimiento. Cuando ésta volvió en sí, empezó a llorar convulsivamente y a hablar, con los ojos cerrados, repitiendo una y otra vez la frase: Nuestra Señora me ha dicho que debo de venir aquí durante siete días seguidos y que debo luego irme y cantar de júbilo por las calles. Más tarde, después de una pausa, abrió sus ojos y gritó: ¡Más aire, más aire, más aire! Sin embargo nadie se movió debido a la atención con la que seguían su relato. Cuando me pareció que la chica estaba a punto de perder el conocimiento nuevamente, salí de la habitación como pudey traje una botella de sifón de la cocina, que llevé a sus labios. Una vez que hube llegado otra vez a su cabecera encontré a una mujer vestida de negro, arrodillada al lado de la cama, llorando de forma desconsolada. Había hecho todo el camino desde Burgos de Castilla hasta Ezquioga para suplicar a Nuestra Señora por una hija suya que estaba muriendo de tuberculosis. Había conocido a Dolores en otra ocasión, cuando la muchacha había visto la visión y le había rogado que pidiera a la Virgen que salvara a su hija. Y ahora estaba arrodillada a los pies de la chica bañando sus manos en lágrimas y preguntándole si se había acordado de rogar por ella a Nuestra Señora. Todas las demás mujeres de la habitación sollozaban y yo lloraba también; el resto de la vida parecía borrado por acción de la emoción de este momento (...) El tiempo dejó de tener vigencia en la pequeña habitación y nos hallábamos como un grupo escultórico de piedra bajo el poder de la Medusa. De repente, un grito de Dolores que estaba en el lecho -Tengo sed- nos volvió a este mundo y el tiempo penetró a raudales sobre nosotros disipando en un segundo nuestra fábrica de sueños... (pp. 143-147).

No sé si fue por lo cansado que estaba después de toda esta excitación pero el caso es que sentí una helada desilusión cuando vi a Dolores luego penetrando en el vacío y convencional ambiente de la gente (...). Dolores ya no era la gran heroína trágica con un brillo salvaje y místico en sus ojos: había vuelto a caer en el cliché de la mecanógrafa mona con una buena dosis de coquetería y pose. (pp. 147-148).