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Álava-Araba. Historia

En la Europa de finales del siglo XVIII todavía estaban vigentes las viejas estructuras de tipo estamental. Pero la concepción organicista, corporativa y teocrática del Antiguo Régimen quebró con el triunfo del liberalismo, que sentó las bases de una sociedad más individualista, igualitaria y contractual. En nombre de los derechos civiles se abolieron los privilegios nobiliarios y con el reconocimiento de los derechos políticos se convirtieron en ciudadanos los que hasta entonces sólo eran súbditos. El nuevo código civil de inspiración napoleónica hizo de la propiedad privada el símbolo de la sociedad burguesa, mientras que la economía capitalista se asentó sobre el mercado, la libre competencia y el beneficio empresarial. Simultáneamente, los formidables avances tecnológicos que se sucedieron a lo largo de la centuria -daguerrotipo, telégrafo, ferrocarril, electricidad, etc.- modificaron de forma irreversible las condiciones de la vida cotidiana.

Fueron cambios espectaculares que, sin embargo, se abrieron paso con mucha lentitud. Aunque a medio plazo la sociedad liberal resultara más próspera, dinámica y abierta que la sociedad estamental, su implantación resultó muy conflictiva. Los liberales eran originariamente un grupo reducido, culto y fundamentalmente urbano, cuyo discurso apenas tuvo eco en el campo. IlustraciónLa nobleza consideraba insolentes sus planteamientos igualitarios y los campesinos desconfiaban de todo lo que no dimanara de la tradición. Francia fue el primer país en acabar con las viejas estructuras mediante una revolución antifeudal, antimonárquica y antirreligiosa. Pero fue algo excepcional, porque en los demás países europeos los liberales prefirieron entenderse con la aristocracia a costa de los campesinos. A cambio de apoyar al nuevo régimen y de renunciar a sus privilegios feudales, la nobleza terrateniente conservó casi intactas sus posesiones y gran parte de su antigua influencia social. Mucho peor parada salió la Iglesia que, al ver drásticamente reducido su poder, sus efectivos y su riqueza, apoyó sin reservas el bando antiliberal.

En España, el desmantelamiento de la sociedad estamental fue un proceso especialmente largo y conflictivo. Tras las contiendas con la Francia revolucionaria (1793-95 y 1808-1814), la pugna entre absolutistas y liberales desembocó en una cruenta guerra civil (1833-1840). Sobre la derrota de la monarquía absoluta se implantó la monarquía constitucional, cuyo gran valedor fue el Ejército. El pretorianismo militar condicionó el desarrollo de los partidos políticos de manera que, tras la desaparición de amenaza carlista, los liberales se dividieron en dos fracciones muy mal avenidas, con escaso respaldo social y una cohesión interna muy débil. La fracción más conservadora representaba los intereses de los grandes terratenientes y de la burguesía financiera, deseaba la reconciliación con la Iglesia desamortizada y se identificaba con el Partido Moderado. En cambio, las clases medias y los sectores populares urbanos más comprometidos con la defensa de las libertades apoyaban al Partido Progresista.

Los moderados gobernaron casi ininterrumpidamente durante el reinado de Isabel II (1843-1868) y sentaron las bases de un Estado centralista y unitario, donde la soberanía nacional quedó secuestrada por la omnipotencia de la administración. En septiembre de 1868 fueron expulsados del poder por los progresistas, que lideraron la coalición revolucionaria que derrocó a la Reina e impuso un régimen democrático. Pero ni la monarquía parlamentaria de Amadeo de Saboya, ni la República federal que vino después, pudieron encauzar la formidable agitación social y política desencadenada por la revolución de septiembre. En medio de un caos absoluto, con los secesionistas cubanos y los federales hispanos alzados en armas, estalló una nueva guerra carlista (1872-76). Sólo tras la recomposición del mapa político en beneficio de los sectores liberales más conservadores, y la restauración de la dinastía borbónica en la persona de Alfonso XII, el gobierno central estuvo en condiciones restablecer el orden e imponer su autoridad.

Debido a su particular situación institucional, en Álava, Gipuzkoa, Bizkaia y Navarra la crisis del Antiguo Régimen se solapó con la cuestión foral. Desde finales del siglo XVIII numerosas voces pedían la remodelación de los fueros, aunque las Juntas bloquearon toda novedad. Determinados ilustrados vascos como el alavés Valentín de Foronda reclamaban la reforma del ordenamiento foral para acoger las necesidades de una burguesía comercial en ascenso; pero los críticos más radicales, defensores de un regalismo antiforalista, deseaban supeditarlo a las necesidades del reino. El debate foral quedó en suspenso con la invasión napoleónica, pero se reabrió con la pugna entre absolutistas y liberales. Paradójicamente, el sector más inmovilista en materia foral se alineó con el absolutismo monárquico, en tanto que los reformistas se hicieron liberales. Contra todo pronóstico, el régimen foral subsistió al término de la primera guerra carlista. Fue debido al entendimiento entre los moderados y los fueristas, apelativo dado a los patricios vascos que desde el principio de la contienda estuvieron al frente de las instituciones forales y defendieron la causa de Isabel II.

La constitucionalización del régimen foral prevista en la Ley de 25 de octubre de 1839 fue uno de los grandes ejes de la política vasca en el periodo de entreguerras. A diferencia de la estrategia seguida por Navarra, que para agosto de 1841 ya había cerrado un acuerdo con el gobierno central, Álava, Gipuzkoa y Bizkaia apostaron por la indeterminación jurídica. En lugar de negociar abiertamente un acuerdo para adecuar los contenidos del régimen foral al marco constitucional, como hicieron los navarros, prefirieron echar balones fuera, esperando que el gobierno central acabara transigiendo con esta situación de hecho. Esta suposición dio buenos resultados mientras se mantuvieron en el poder los moderados, aliados y valedores de los fueristas gracias a la doble militancia de vascos influyentes como Pedro de Egaña o el general Lersundi; pero a la larga resultó fatal, porque acabó vinculando la cuestión foral a la resolución de la última guerra carlista.

Debido a su estratégica situación entre Madrid y París, Álava estuvo constantemente ocupada por los ejércitos napoleónicos desde el otoño de 1807. Buena parte de la clase dirigente provincial se adhirió inicialmente al proyecto reformista de José Bonaparte. Como el Diputado General Valentín María de Echávarri, o el Marqués de Montehermoso. Pero el despiadado comportamiento de las tropas imperiales, que arrancaron violentamente a la Junta Particular el juramento de fidelidad a José Bonaparte y trataron a los alaveses como habitantes de un país conquistado, trocó en resentimiento las simpatías iniciales. Miguel Ricardo de Álava, popularmente conocido como el general Álava, es quien mejor representa ese cambio de actitud: después de haber firmado la constitución de Bayona, cambió de bando y se puso al servicio de los patriotas que combatían a Bonaparte. Su credibilidad se resintió aún más tras la anexión a Francia en febrero de 1810 de los territorios comprendidos entre el Ebro y los Pirineos. Poco después se suprimió el régimen foral y el general Thouvenot asumió la administración conjunta de Álava, Gipuzkoa y Bizkaia.

Pronto la insurrección se extendió a todos los rincones de la Península aventada por un clero que predicaba la guerra santa contra el impío y unas Cortes reunidas en Cádiz que llamaban a la guerra patriótica contra el invasor. La extensión del conflicto bélico se volvió contra el rey intruso. Sus tropas sólo controlaban las ciudades y las principales vías de comunicación; el resto del territorio estaba en manos de la guerrilla. Gracias a la existencia de esas zonas liberadas se pudo reunir de forma clandestina la Junta General de Alava en el lugar de Tertanga. La reunión tuvo lugar el 27 de mayo de 1812 y fue convocada por Emeterio Ordozgoiti y Manuel Ignacio Ruiz de Luzuriaga, comisionados por el gobierno gaditano para restablecer el régimen foral. Tras prestar juramento a Fernando VII como rey de España, se procedió al nombramiento de la Junta Particular. En la reunión de noviembre de ese mismo año se designó como Diputado General a Miguel Ricardo de Álava, el representante de las Cortes en el estado mayor de Wellington y que tan destacada intervención tuvo en la batalla de Vitoria (21 de junio de 1813).

Tras la liberación de la ciudad, se proclamó con toda solemnidad la constitución de Cádiz. Aduciendo que el régimen constitucional velaría en adelante por la defensa de las libertades y por la conservación del buen gobierno, se dio por clausurado el régimen foral sin que se registraran demasiadas protestas. Esta primera experiencia constitucional apenas duró un año. En mayo de 1814 Fernando VII disolvió las Cortes, declaró traidores a los liberales y restableció la monarquía absoluta. A cambio del correspondiente donativo, también repuso los fueros. El bastón de Diputado General volvió a Miguel Ricardo de Álava. Como en las demás provincias, el cambio de régimen también propició ajustes de cuentas. La represión estuvo dirigida por Nicasio José de Velasco, Teniente del Diputado General. Este aristócrata de firmes convicciones absolutistas aprovechó sus contactos en la corte para pedir el procesamiento de cuantos habían intervenido en la proclamación de la constitución, incluido su superior jerárquico. Gracias a la intercesión de Wellington y de la propia Junta General, que desautorizó el celo represivo de Velasco, Miguel Ricardo de Álava fue rehabilitado por el propio Fernando VII.

La segunda experiencia constitucional tuvo lugar durante el trienio 1820-1823 y dejó profundas huellas en la memoria colectiva. Como los liberales buscaban el entendimiento con las elites provinciales, la renovación institucional no implicó un cambio sustancial de personas. De manera que las antiguas autoridades forales menos comprometidas con la reacción absolutista se transmutaron sin dificultad en constitucionales: Manuel de la Rivaherrera pasó de comisionado en corte a jefe político, y el ex Diputado General Diego de Arriola, por poner otro ejemplo, salió elegido vocal de la nueva Diputación provincial. Uno y otro comprobaron con horror cómo el entusiasmo constitucional de los alaveses se iba enfriando por momentos y cómo el régimen foral, suprimido en medio de una indiferencia casi general, ganaba partidarios rápidamente; el reemplazo del ejército, el nuevo sistema de contribuciones y la libertad de arrendamientos resultaron especialmente odiosos para la población. Por otro lado, la libertad de prensa y la desamortización eclesiástica pusieron a la Iglesia contra los liberales. Cada vez eran más los que consideraban el régimen constitucional como una doble agresión, económica y cultural, a las formas de vida tradicionales. El descontento adoptó la forma de sublevación abierta: el jueves santo de 1821 se sublevaron en Salvatierra más de un millar de campesinos contra el régimen constitucional. Quienes no sucumbieron a la represión, recibieron como liberadores dos años después al ejército francés enviado por la Santa Alianza a las órdenes del duque de Angulema para acabar con el gobierno liberal.

Entre 1823 y 1833, el penoso recuerdo de la experiencia constitucional reunió en un solo bloque a los sectores sociales contrarios a la revolución. La iniciativa partió de la nobleza rural más antiliberal que, tras el restablecimiento de los fueros, recuperó el control del gobierno provincial. Esta vez resultó mucho más contundente la represión, que fue dirigida desde la Diputación por Valentín de Verástegui. Hacendado de buena familia vinculada, además, al gobierno provincial, Verástegui consiguió armar, movilizar y adoctrinar al campesinado en un absolutismo de resonancias foralistas. Al igual que Valdespina y Novia de Salcedo en Bizkaia, se valió de los tercios de naturales armados, variante local de los voluntarios realistas. Al frente de este cuerpo paramilitar, el 7 de octubre de 1833 tomó Vitoria y proclamó en ella a don Carlos como rey de España. Aunque los naturales armados no tenían la eficacia del ejército regular y fueron dispersados con facilidad por las tropas regulares de Sarsfield, proporcionaron los voluntarios y los oficiales del primer ejército carlista.

Excepto Vitoria, y las villas que podían defenderse desde el Ebro, desde Oyón a Puentelarrá, las demás poblaciones alavesas cayeron en manos carlistas muy pronto. Debido a su estratégica situación, Vitoria se convirtió en el centro logístico de las tropas de la reina, en el punto de partida de las expediciones que partían hacia el frente. No obstante, la ciudad también se vio asediada en diversas ocasiones y, el 15 de marzo de 1834, resistió valerosamente el asalto dirigido por el propio Zumalacárregui. Mientras duró la contienda, no resultó fácil la vida en su interior. Dentro del recinto amurallado se hacinaban los heridos y deambulaban refugiados llegados de todos los pueblos alaveses. Las contribuciones extraordinarias se sucedían vertiginosamente y escaseaban los productos de primera necesidad. No faltaron los roces entre las autoridades civiles y las militares; e, incluso, entre el Ayuntamiento de Vitoria dominado por liberales progresistas y la Diputación foral, presidida casi hasta su disolución en el verano de 1837 por Íñigo Ortés de Velasco. En aquel contexto de incertidumbre tuvieron lugar los trágicos sucesos protagonizados por la soldadesca en julio, que costaron la vida a diversas autoridades, y dieron lugar a la formación de un Comité de Salud Pública.

Contrariamente a las previsiones del gobierno progresista, la supresión del régimen foral no aceleró el final de la contienda. Tampoco surtió un efecto visible la leva de cien mil soldados -luego fueron muchos menos-, anunciada por Juan Álvarez de Mendizábal. Poco a poco fue cobrando fuerza la idea de separar la cuestión foral de la causa de don Carlos, de buscar un final negociado de la guerra sobre la base de 'paz con fueros'. Esta fórmula, que surgió en los círculos fueristas, fue apadrinada por los moderados y asumida también por los progresistas. El final es conocido: el abrazo de Vergara (31 de agosto de 1839) puso fin a la contienda en el escenario vasco y las Cortes, tras confirmar los fueros, se comprometieron a negociar con las Diputaciones vascas las modificaciones necesarias para adecuarlos al marco constitucional (Ley de 25 de octubre de 1839).

La Ley de 25 de octubre de 1839 fue un éxito personal de los fueristas; es decir, de quienes al estallar la guerra civil aseguraron la fidelidad de las instituciones forales a la reina Isabel II. Su plana mayor estaba formada por patricios como Francisco Hormaeche (vizcaino), el conde de Villafuertes e Ignacio Asencio de Altuna (guipuzcoanos) o Fausto de Otazu e Íñigo Ortés de Velasco (alaveses). Se trataba de un grupo reducido pero muy influyente, unido por lazos familiares y fuertes convicciones políticas. Hacendados, nobles y cultos, se proclamaban liberales y fueristas a un tiempo; pero eran fueristas antes que liberales. Contemplaban el fuero como la verdadera constitución provincial sedimentada en el transcurso de la historia y estaban convencidos de que la prosperidad del territorio dependía de su conservación. Por su extracción social, su conservadurismo y su aversión a la soberanía popular, estaban más cerca de los moderados que de los progresistas. Precisamente sellaron con sangre su alianza con los moderados al comprometerse con ellos en la conspiración antiesparterista de octubre de 1841, en la cual Ortés de Velasco y Pedro de Egaña comprometieron a la Diputación alavesa. Espartero, como castigo, suprimió el régimen foral; pero los moderados lo restablecieron tan pronto como recuperaron el poder (R.D. de 4 de julio de 1844).

Bien es verdad que se trató de un restablecimiento parcial porque, de lo contrario, el régimen foral hubiera sido inaceptable para los mismos moderados. A cambio de aceptar la supresión del pase foral, el traslado de las aduanas a la costa o la implantación del sistema judicial, las Diputaciones forales ampliaron extraordinariamente sus competencias administrativas y mantuvieron intacta su autonomía financiera. Alaveses, guipuzcoanos y vizcainos conservaron, además, sus tradicionales exenciones fiscales y militares. Gracias precisamente a su buena gestión económica y a su habilidad para salvaguardar la administración interior de las injerencias del gobierno central, las instituciones forales alcanzaron una popularidad inmensa, muy superior a la que habían tenido hasta entonces. La Diputación extendió su manto protector a todos los alaveses, que podían presumir de tener las mejores carreteras, la granja modelo más espectacular y los mayores índices de alfabetización de toda España.

Aunque no varió la representación de tipo corporativo-territorial vigente en las Juntas Generales, y todas las Hermandades conservaron la misma capacidad de decisión con independencia del número de vecinos, se eliminaron algunas restricciones que pesaban sobre el elemento popular, como el certificado de nobleza exigido a los junteros. Con el fin de aumentar el peso de la burguesía comercial urbana en el gobierno provincial, en 1840 se introdujeron las reformas pertinentes para que Vitoria estuviera constantemente representada en la Junta Particular y pudiera intervenir en el control de la hacienda provincial; algún tiempo después también se levantó la prohibición que inhabilitaba a los abogados, típicos representantes de las clases medias urbanas, como miembros de la Junta General. Con estas medidas los fueristas consiguieron congraciarse con las clases populares y restablecer el consenso entre los notables rurales y la burguesía urbana, los dos grupos sociales que tradicionalmente habían compartido el gobierno foral.

También los eclesiásticos contribuyeron a la reconciliación de la sociedad alavesa -y vasca- en torno esa foralidad renovada. Contraviniendo expresamente las disposiciones del gobierno central, al término de la primera guerra carlista las Juntas Generales de Álava, Gipuzkoa y Bizkaia recomendaron continuar pagando el diezmo. Lo hicieron así en parte por piedad, para salvar al clero vasco del abandono padecido por el clero español tras la abolición de la prestación decimal; pero también por cálculo político, porque a cambio de asumir los gastos provinciales de culto y clero eludieron la reforma fiscal de 1845. Pero el compromiso eclesiástico de las autoridades forales fue más allá: con el respaldo del gobierno central moderado, las tres provincias obtuvieron la creación de un Obispado vasco con sede en Vitoria bajo la promesa de sostenerlo conjuntamente. Entre el estamento eclesiástico y las autoridades forales se establecieron unos vínculos de respeto, lealtad y mutua simpatía que contrastaban con la permanente desconfianza del clero español hacia los gobiernos liberales desde la época de Mendizábal. Con el paso del tiempo, catolicismo y fueros se convirtieron en los elementos centrales de la identidad vasca junto con el particularismo etno-cultural.

El imparable ascenso del capitalismo, que transformó radicalmente el paisaje y la estructura social de Europa occidental, también afectó al País Vasco. Aunque de forma muy desigual: el desarrollo socio-económico fue mucho más temprano e intenso en Bizkaia que en Gipuzkoa, y apenas se notó en Álava hasta bien entrado el siglo XX. Así lo atestiguan, para empezar, los indicadores demográficos. Mientras el territorio alavés apenas multiplicó su población por 1.5 a lo largo del ochocientos, las provincias costeras duplicaron o triplicaron la suya. Esta menor vitalidad resulta todavía más patente teniendo en cuenta que las ganancias demográficas se consiguieron en la primera mitad de la centuria: los setenta mil alaveses de 1797 eran noventa y ocho mil en 1860, pero no superaron esa cifra hasta 1920. La población se distribuía en pequeñas aldeas; tan pequeñas, que tres de cada cuatro tenían menos de 200 habitantes, y sólo once superaban el millar. Estos datos confirman la profunda ruralización del territorio alavés y su acusada vocación agraria: todavía en 1900 seis de cada diez personas laboralmente activas se empleaban en el sector agropecuario.

El arcaísmo era el rasgo más sobresaliente de la agricultura provincial, basada preferentemente en el cultivo de los cereales de secano. El agro alavés estaba dominado por la figura del labrador, un cultivador directo con muy pocos recursos, que recurría de forma intensiva al trabajo familiar y estaba más familiarizado con el autoconsumo que con el mercado. Algunos eran tan pobres que ni siquiera tenían en propiedad animales de tiro. La ausencia de capitales, la escasa fertilidad del suelo, la excesiva fragmentación de las parcelas y la obsolescencia de los métodos de cultivo retrasó la modernización efectiva de agricultura alavesa. Todavía a comienzos del siglo XX abundaban más los arados romanos que los de vertedera y el barbecho ocupaba casi la mitad de las tierras cultivadas.

Las ayudas oficiales no bastaron para modernizar el sector, aunque los vinateros las aprovecharon mejor que los cerealicultores. En los años cincuenta la Diputación foral importó nueve mil cepas americanas para mejorar las variedades de uva autóctona y contrató un enólogo bordelés para difundir la elaboración de vino por el sistema medoc. Fue el primer paso para la renovación de los caldos riojanos que, gracias al ferrocarril, ampliaron considerablemente su mercado tradicional. Desde entonces el viñedo riojano creció en cantidad y en calidad. Con la construcción de modernas bodegas como la del marqués de Murrieta o la del marqués del Riscal comenzó la comercialización a gran escala de vinos de calidad. Véase Ramón Ortiz de Zárate.

Profundamente católico e identificado con un foralismo liberal de contornos imprecisos, el patriciado urbano tenía una concepción elitista y patrimonial de la política. La concebían como la gestión de los intereses públicos desde una perspectiva más comunitaria que partidista. En el otro extremo de la escala social, se encontraban las clases populares: artesanos, dependientes, obreros de la construcción, mozos de carga, labradores, trabajadores sin especialización ni empleo fijo, pobres de solemnidad, etc. Vivían hacinados en el casco viejo y al margen de la actividad política, regulada por un rígido sufragio censitario; pero se beneficiaban de una amplia red asistencial regida por una junta de gobierno, por la que rotaban los miembros del patriciado urbano. Los cuidados dispensados por el asilo-hospicio, el hospital, el médico de pobres, la caja de ahorros y monte de piedad o las escuelas municipales gratuitas atenuaban las diferencias de fortuna y contribuían a reforzar la cohesión social. Salvo en momentos muy puntuales, como el periodo comprendido entre 1868 y 1876, entre las elites primó el consenso sobre el conflicto y, entre las masas, la pasividad sobre la agitación.

La coalición revolucionaria triunfante en 1868 buscaba acabar con la corrupción de la corte isabelina y democratizar a fondo el sistema político español. Pero fue devorada por las desavenencias internas y por la agitación social y política que provocó. La triple sublevación de los independentistas cubanos, los republicanos cantonales y los carlistas ahogó toda preocupación reformista. Seis años de absoluta inestabilidad y desgobierno pusieron al Estado al borde de la desintegración. La situación llegó a ser desesperada; tanto que el mismo Ejército que había destronado a Isabel II proclamó rey a un hijo suyo a finales de 1874. Antonio Cánovas de Castillo, antiguo dirigente moderado y promotor de la candidatura de Alfonso XII, se encargó de dar forma legal a la restauración borbónica. Tuvo además habilidad suficiente para restablecer el orden y ganarse a la burguesía más liberal desencantada por la deriva excesivamente izquierdista y caótica de la revolución de septiembre.

El País Vasco también padeció los efectos desestabilizadores del periodo, que cuarteó el consenso mantenido hasta entonces por las elites y vinculó la suerte de los fueros a la resolución de una nueva guerra civil (1872-76). Como suele ocurrir en sociedades con un elevado componente teocrático, el conflicto político se manifestó en forma de disidencia religiosa. El detonante fue la política secularizadora del nuevo gobierno y, en concreto, la libertad de conciencia introducida en la constitución de 1869 contra el deseo de la jerarquía eclesiástica. El discurso integrista y neocatólico caló con facilidad en una sociedad adoctrinada por un clero parroquial numeroso que, protegido y sostenido por las autoridades provinciales, llevaba mucho tiempo predicando la perfecta sintonía entre política y religión, o, más exactamente entre catolicismo y fueros. Cerrilmente intransigentes, ultramontanos y antiliberales, los tradicionalistas se presentaron como los cruzados de la buena causa. Sostenían que los católicos no podían abandonar a la santa madre Iglesia en aquel trance sin hacerse cómplices de los apóstatas. Con Ramón Ortiz de Zárate, parlamentario en las cortes constituyentes, influyente articulista del Semanario Católico-Vasconavarro y ex Diputado general de Álava, llamaron a la movilización de los fueristas en nombre de la unidad religiosa.

Al grito de Dios y fueros, Jaungoikoa eta foruac en conocida expresión de Arístides Artiñano, gran parte de la población se movilizó en apoyo de sus párrocos, dio público testimonio de su fe firmando actas y acudió a multitudinarias manifestaciones donde se daban vivas a la religión y a los obispos, y mueras a la constitución. También votó masivamente por los candidatos tradicionalistas. Al celebrarse las consultas electorales por sufragio universal masculino, introducido precisamente por los revolucionarios, las estrepitosas derrotas de los liberales pusieron de manifiesto la verdadera correlación de fuerzas y cuestionaron desde el primer día la legitimidad del nuevo régimen en el país. Sirvan como muestra dos ejemplos muy reveladores: la primera corporación municipal verdaderamente popular de Vitoria fue disuelta en el verano de 1869 por orden gubernativa al negarse a jurar la constitución aduciendo escrúpulos de conciencia; bien es verdad que los electores alaveses se tomaron cumplida revancha en las elecciones generales de 1871, al designar como senadores a los obispos de Vitoria y de La Habana.

La disidencia religiosa acabó siendo instrumentalizada políticamente por el carlismo, siempre latente, aunque inactivo desde 1839. A través de multitud de letrillas, narraciones y relatos que corrían de boca en boca, la primera guerra carlista había sido mitificada e interiorizada como una formidable gesta heroica en defensa de las costumbres y las tradiciones del país. De manera que el carlismo permaneció en el imaginario colectivo más como un sentimiento idealizado que como una ideología política de perfiles definidos. Por ello resultó tan fácil activarlo cuando la actitud secularizadora de los gobiernos revolucionarios parecía amenazar la identidad colectiva y un sistema de valores más identificado con la tradición comunitaria que con el individualismo liberal. Desde esa perspectiva, la última guerra carlista también fue una guerra foral; lo fue porque una parte de la clase dirigente rechazó el cambio y quiso derribarlo por vía insurreccional. No lo hizo porque estuviera comprometida la particular situación administrativa del país, que todos los gabinetes ministeriales del sexenio prometieron respetar, sino por considerar incompatible el anticlericalismo del gobierno con su foralismo católico; dicho de otra manera, los tradiconalistas alentaron la sublevación porque su particular forma de ver el mundo, y de entender las relaciones sociales y las formas políticas, resultaba incompatible con los principios del liberalismo radical.

Conviene recordar, no obstante, que el carlismo no fue un fenómeno exclusivamente vasco. En palabras del periodista y político conservador catalán Mañé y Flaquer, representó la protesta armada contra los excesos revolucionarios. Como movimiento político contrarrevolucionario fue inspirado y relanzado por los grupos sociales más conservadores de la derrocada monarquía isabelina, que apoyaron sin fisuras al carlismo hasta que atisbaron la solución alfonsina. Tampoco cabe suponer a todos los vascos identificados con la causa del Pretendiente. Aunque minoritario y circunscrito a la ciudades, también hubo un fuerismo liberal compatible con la tolerancia religiosa y los ideales democráticos. De manera que, salvando las distancias y las circunstancias concretas, en la última guerra carlista se volvieron a repetir los esquemas de la primera: reacción contra revolución, legitimismo tradicionalista contra liberalismo radical y campo contra ciudad, con el País Vasco como principal escenario de la contienda.

Volviendo al caso alavés, desde 1870 funcionaba una junta carlista clandestina encargada de preparar el alzamiento. Las primeras partidas aparecieron aquel mismo verano ante la complaciente pasividad de las autoridades forales. El Diputado general Francisco María de Mendieta resultó sospechoso de connivencias con los insurgentes y el gobernador civil disolvió la compañía de miñones por su complicidad. Pero la insurrección no se generalizó hasta el verano de 1872. Entonces la plana mayor del carlismo alavés cruzó las líneas y se puso al servicio de don Carlos. Entre ellos estaban Ramón Ortiz de Zárate, Rodrigo Ignacio de Varona y Francisco María de Mendieta, todos ex Diputados generales, y, además, los dos primeros parlamentarios en ejercicio.

Entretanto, los dirigentes de la minoría liberal permanecieron leales al gobierno central y se hicieron cargo de la administración local y provincial. Encabezados por Ladislao de Velasco, buscaron un nuevo abrazo de Vergara sobre la fórmula de paz con fueros; pero esta vez no encontraron ningún Maroto en las filas de don Carlos. Con la proclamación de Alfonso XII comenzó el principio del fin de la guerra carlista, que se aceleró tras el descalabro de las tropas del Pretendiente a las puertas mismas de Vitoria en la sangrienta batalla de Zumelzu (7-VII-1875). Meses más tarde, en febrero de 1876, los restos del derrotado ejército carlista buscaban refugio en Francia por Dantxarinea.

Tal como temían los liberales vascos, al término de la guerra civil las Cortes exigieron revisar la cuestión foral. Ni el momento ni las circunstancias podían ser menos favorables. Una formidable campaña de prensa acusaba a las instituciones forales de haber instigado la sublevación, mientras Práxedes Mateo Sagasta anunciaba a los cuatro vientos que su grupo votaría la supresión. Pero Canovas, jefe de gobierno y de la mayoría parlamentaria, prefería retomar la ley de fueros de 1839 y abordar la negociación pendiente desde entonces con las Diputaciones vascongadas. La noticia pilló a contrapié al fuerismo liberal. Desestructurado y sin un proyecto concreto que defender, carecía de la unidad, la coherencia y la amplitud de miras necesaria para abordar con éxito la negociación.

En Álava, la remodelación del grupo dirigente había comenzado en 1867. Con motivo de la polémica reelección de Pedro de Egaña como Diputado General, se enfrentaron dos bandos bien delimitados. El egañista estaba formado por los notables rurales que habían venido rigiendo los destinos provinciales desde el final de la primera guerra carlista bajo el liderazgo de los Ortés de Velasco (difunto), Blas López (también difunto) o Benito María de Vivanco. La oposición, que a la postre salió vencedora, estaba encabezada por Ortiz de Zárate, Bruno Martínez de Aragón, y Ladislao de Velasco. Destacados miembros del patriciado vitoriano los cuatro, rechazaban tanto la supremacía de los hidalgos rurales en el gobierno provincial como la (a su juicio) excesiva condescendencia y las componendas de los egañistas con el gobierno central. De manera que al término de la guerra y pesar de la defección carlista de Zárate, los intransigentes dominaban la política provincial a través del Diputado general (Domingo Martínez de Aragón) y de los dos diputados a cortes (Bruno Martínez de Aragón, hermano del anterior, y Mateo Benigno de Moraza, consultor además de la Provincia).

También Bizkaia y Gipuzkoa estaban dominadas por los intransigentes. Partidarios del todo o nada, rechazaban cualquier tipo de negociación. Por eso cuando el 1 de mayo de 1876 Cánovas convocó a los representantes de las Diputaciones vascas, éstos se limitaron a presentar sus credenciales y a reclamar la conservación íntegra de los fueros recurriendo a los viejos lemas de la cultura foral. De esa forma dejaron campo libre al Presidente del Gobierno, que tenía prevista una solución pragmática: la unidad constitucional (reclamada por la opinión pública) no tenía por qué desembocar en el uniformismo administrativo (rechazado por los liberales vascos). Cánovas no deseaba la abolición de las instituciones forales, sino que las Diputaciones de Álava, Gipuzkoa y Bizkaia aceptaran el precepto constitucional que obligaba a todas las provincias a contribuir con hombres y dinero al sostenimiento del Estado. Sentado este principio, estaba dispuesto a discutir sobre formas, cantidades y procedimientos para llevarlo a cabo. Por formación y talante, Cánovas estaba más en sintonía con el regionalismo conservador y aristocratizante del Reich alemán que con el rígido centralismo jacobino de la III República francesa.

En un clima caracterizado por la incomprensión y la desconfianza mutua, con el país todavía sometido al estado de guerra y ocupado militarmente, la Ley de 21 de julio de 1876 desagradó profundamente a la sociedad vasca. Las Diputaciones decidieron no colaborar en su aplicación, cuyo concurso resultaba imprescindible porque el gobierno carecía del soporte administrativo necesario para organizar la recluta y recaudar las contribuciones. A pesar de haberlo intentado por todos los medios posibles, Cánovas no consiguió que cambiaran de opinión. Martínez de Aragón presentó su renuncia el 23 de febrero de 1877 y poco después, el 17 de marzo, se autodisolvió la Diputación de Bizkaia. Harto de la estrategia dilatoria y obstruccionista de los maximalistas, el Presidente de gobierno procedió sin contemplaciones. Ordenó a los gobernadores civiles que disolvieran las instituciones forales y que impidieran reunirse nuevamente a las Juntas. También nombró por decreto unas Diputaciones provinciales compuestas por transigentes, que también los había, y en Álava estaban liderados por Benito María Vivanco.

Mucho más pragmáticos y posibilistas, los transigentes rechazaban la idea del todo o nada. Hubieran preferido mantener la situación anterior. Pero sabían que eso era del todo imposible y que estaba en juego la autonomía administrativa y de las provincias vascas. Por eso aceptaron negociar el desarrollo de la Ley de 21 de julio, aunque los intransigentes los acusaban de traidores a los fueros y al país.

Las conversaciones dieron como resultado la concertación de un nuevo régimen político-administrativo, que entró en vigor por Real Decreto de 28 de febrero de 1878. Se basaba en el concierto económico; es decir en el reconocimiento de la plena capacidad de Álava, Gipuzkoa y Bizkaia para establecer, recaudar e invertir sus propios impuestos a cambio de una cantidad anual previamente pactada -el cupo- como aportación a los gastos generales del Estado. Con el fin de poder desarrollar sus nuevas atribuciones financieras, las Diputaciones provinciales de los tres territorios vieron incrementadas sus competencias con las que tenían las extinguidas Diputaciones forales en materia fiscal. De manera que el régimen concertado, por lo demás muy semejante al que regía en Navarra desde 1841, garantizó aunque por otros medios la continuidad de la tradicional autonomía administrativa y fiscal de las provincias vascas.

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JOO 2002