Kontzeptua

Sucesión. Historia

Como ya se ha dicho anteriormente, la práctica hereditaria de Gipuzkoa fue muy similar a la del resto de los territorios vascos y tenía como premisa fundamental el mantenimiento de la Casa a través de las generaciones. La ordenación de la familia, los pactos sucesorios, la configuración de la comunidad doméstica venían a ser iguales. Sin embargo, este territorio tuvo una peculiaridad derivada del hecho de que sus costumbres en materia de herencia y sucesión no se recogieron por escrito en los Fueros. Este hecho provocó que el derecho común castellano rigiera en el territorio guipuzcoano durante todo el Antiguo Régimen, lo que no quiere decir que la práctica social reflejara el espíritu del mismo. De hecho, los guipuzcoanos siguieron practicando una forma de sucesión que consistía en mantener la unidad de los bienes raíces, es decir, troncales, por medio de la designación de un heredero entre sus hijos e hijas. Para designar ese heredero se utilizaba la mejora de tercio y quinto, sancionada en las leyes castellanas de Toro de 1505, por la cual los padres podían mejorar a uno de sus hijos o hijas en el tercio y quinto de sus bienes, debiendo repartir el resto entre todos los hijos a partes iguales. Es decir, esta ley establece una cuota alta de legítima a la que todos los herederos tienen derecho en iguales partes.

Sin embargo, el uso que los guipuzcoanos realizaban de esta figura del derecho castellano distaba bastante de la letra estrictamente recogida en las leyes. Los padres mejoraban a uno de sus hijos o hijas en el tercio y quinto de sus bienes raíces, generalmente la Casa y sus pertenecidos, apartando al resto con una legítima que se otorgaba casi de manera exclusiva en dinero y que no siempre era repartida a partes iguales entre todos ellos. Además, la sucesión se realiza con preferencia en vida de los padres y en los contratos matrimoniales, es decir, como en los otros casos, por medio de pactos sucesorios, y no por medio de testamento, aunque se solía ratificar en un testamento posterior la sucesión ya sancionada cuando el hijo o hija elegido como continuador de la Casa se casó. La designación de un único heredero que, de facto, recibía los bienes troncales se completaba en numerosas ocasiones con la renuncia formal de los demás herederos a sus derechos sobre la herencia de los padres a cambio de la legítima recibida o prometida y por una sistemática no ejecución del reparto de los bienes a la muerte del o de los testadores, en contra de lo que disponía el derecho común. Tal reparto se ejecutaba únicamente cuando las desavenencias entre los herederos se llevaban ante la justicia, es decir, cuando había pleitos. Hay que subrayar que los parientes, a falta de hijos propios, donaban siempre sus bienes a sus parientes tronqueros.

En resumen, formalmente se utilizaban figuras del derecho castellano pero la lógica que se seguía en las sucesiones era la que prescribía que la Casa y los bienes troncales debían perpetuarse como una unidad a través de las generaciones. Miles y miles de contratos matrimoniales, escrituras de donación y testamentos atestiguan que esta práctica se mantuvo en Gipuzkoa hasta entrado el siglo XIX e incluso más allá. Sin embargo, el hecho de que la costumbre no estuviera recogida por escrito en los Fueros de la provincia la convertía en especialmente vulnerable e introducía un elemento de inseguridad en las decisiones de los guipuzcoanos. De hecho, la Provincia mostró muy pronto su preocupación por las dificultades que causaban las altas legítimas a pagar según el derecho castellano y los continuos pleitos que se daban en torno a ellas, sobre todo cuando éstos terminaban en la partición de los bienes y en la partición de la Casa. En Gipuzkoa, más que en cualquier otro territorio, el mantenimiento de la costumbre exigía el consenso de los no herederos. Cuando ese consenso fallaba, la conflictividad interna del sistema llegaba incluso a los tribunales, que juzgaban los casos de acuerdo al derecho común. Los pleitos por legítimas, dotes y repartos de herencia son muy comunes en Gipuzkoa.

Otro punto conflictivo afectó de manera especial a la capacidad que la mujer tenía como heredera. En 1534 las cortes castellanas reunidas en Madrid aprobaron una ley que prohibía mejorar a las hijas en tercio y quinto en los contratos matrimoniales y como dote. No prohibía que esa mejora se hiciera por vía de testamento sino en el momento del matrimonio como una manera de moderar las cuantías de las dotes. Sin embargo, esta disposición chocaba frontalmente con la práctica guipuzcoana, puesto que en la Provincia era precisamente en los contratos matrimoniales donde se plasmaba la sucesión, fuera el heredero hombre o mujer. En esos casos, aunque el término empleado para los bienes que recibía una heredera fuera el de dote, la realidad era que recibía la herencia de la Casa, siendo el novio el que aportaba una dote. Estas disposiciones introdujeron un elemento de inseguridad en las elecciones de hijas como herederas, ya que esas mejoras eran legalmente nulas y podían ser revocadas. La práctica guipuzcoana denotaba una preferencia por los varones para la sucesión y este problema no favoreció en absoluto a las mujeres. A pesar de esto, las Juntas defendieron la capacidad de las mujeres como herederas y la elección de mujeres siguió siendo una realidad.

Estas dificultades planteadas por el derecho común castellano en el caso de las legítimas y en el de la mejora de las hijas fueron discutidas en diversas ocasiones en las Juntas a lo largo de los siglos XVI, XVII y XVIII. Incluso, en 1696 y 1747 propusieron unas ordenanzas en las que venían a pedir que los padres pudieran elegir a cualquiera de sus hijos e hijas apartando a los demás con unas legítimas menores, que se cuantificaban, y a pesar de los dispuesto por las leyes de Madrid para el caso de las mujeres. Sin embargo, tales ordenanzas no fueron aprobadas por la Corona (Navajas,1975: 89-133 ; Oliveri, 2001: 128-150).